A falta de presidente, que convalecía en Washington de lo suyo con Trump, habló la vicepresidenta, que quiso asemejarse al Macron que cargó contra el nacionalpopulismo en la Sorbona. Mientras dura la crisis catalana, Albert Riveraha decidido atinadamente hacer oposición a fuerza de extremar la lealtad, así que le preguntó a Sáenz de Santamaría cómo defender mejor y más juntos aún la democracia. Cortesía de aliado que Soraya no desaprovechó. Desgranó principios elementales del Derecho con unción de opositora, pero en un hemiciclo donde la adolescencia jurídica copa un tercio de los escaños sus palabras caían como la orina en el pantalón, según la fluida metáfora que el presidente Lyndon Johnsonformuló al oído de Galbraith: «¿No has pensado nunca, Ken, que hacer un discurso sobre economía se parece mucho a mearte encima? Uno nota el calor, pero nadie más se da cuenta». Quien dice economía dice la Constitución.
Esta vez el monólogo de Gaby -que para ejecutarlo ya se arremanga la chaqueta como los aspirantes más ortodoxos del Club de la Comedia- consistió en reivindicar la independencia de Castilla. Cosechó sonoros golpes de platillo demagógico, como cuando le propuso a Zoido redirigir los barcos de policías a salvar pateras en el Mediterráneo. O cuando improvisó una honda elegía por el robo de su país, que según Rufián se produjo hace 80 años y nadie lo ha visto desde entonces. Cómo vamos a encontrar las urnas si la propia Cataluña no ha aparecido todavía. ¿Habrá mirado bien el ministro en objetos perdidos? ¿No estará Cataluña muerta de risa en una consigna de la estación de Sants, esperando a que la encuentre un funcionario de Adif, y problema resuelto? ¿Y no es posible que en el mismo recóndito lugar encontremos otras cosas extraviadas de incalculable valor, tales como la célebre mayoría silenciosa, el sentido del ridículo del señor Rufián o la careta de partido español que se quitó Podemos?
A continuación la matinal programaba dos números quizá menos artísticos pero no más compatibles con la vergüenza. Primero habló el diputado de Podemos que fue guardia civil y que pronunció un vibrante alegato en favor de sus ex compañeros destinados a Cataluña, para los que pidió mejores condiciones y derecho de sindicación. Hasta ahí, bueno. Pero el orador empezó a torcerse cuando deslizó que la Benemérita en realidad actúa forzada en Cataluña, y que lo que le sale pero no le dejan es repartir claveles apaciguadores entre los traviesos muchachos que queman banderas de España y preparan su destrucción. Terminó de abrochar el delirio dando un viva a la Guardia Civil que le aplaudió Iglesias pero obviamente no Doménech. Lo que le faltaba a la elástica tradición del contorsionismo populista: que trate ahora de granjearse el respeto del Cuerpo el mismo partido que admira a Otegi y que abrió las Cortes a los familiares de los agresores de Alsasua. Así se lo recordó Zoido con reflejos.
Pero el pifostio más bonito se armó cuando Montero imputó al Gobierno un deseo sádico de cubrir bajo pelotas de goma y chorrazos de agua a inocentes criaturas catalanoparlantes. «¡Franquismo se llama eso!», rugía doña Irene, que segundos después, ofendidísima, reclamaba amparo porque alguien al parecer le había contestado algo desde alguna bancada. Como ocurrió en Zaragoza, nunca dejará de sorprendernos la facilidad de la izquierda radical para pasar del matonismo al victimismo sin que les tiemble un músculo de la jeta. Pero a lo del árbol y las nueces habrá que seguir acostumbrándose: Iglesias ya tendrá redactada la soflama a lo Luther King de Vallecas para carroñear el primer porrazo que caiga sobre un cachorro de Arran.