Este verano recogí en la estación de ferrocarril de Cáceres a una amiga que llegaba de Madrid en tren. Había cogido un AVE desde Zaragoza para enlazar en la estación de Atocha y llegar hasta Extremadura. Cuando se apeó en la capital cacereña, después de más de cuatro horas de viaje y con el consiguiente retraso porque no se sabe bien qué razón, ni me saludó; solo salió de su boca una pregunta: ¿pero cómo aguantáis esto?

No es que no me tenga afecto. Pero su enfado estaba más que justificado: había pasado de una hora y media de viaje en el AVE ‘Zaragoza-Madrid’ a más de cuatro en un tren diésel sin enchufe para el ordenador, por supuesto sin wifi, sin una máquina de café o de bebidas, sin un baño en condiciones, con numerosas paradas y, lo peor, con el aire acondicionado funcionando a ratos en un agosto donde se superaban los 40º.

Hay quien dice que a los extremeños nos ha dado ahora por el tren cuando, en realidad, lleva así mucho tiempo, que la lucha partidista se ha metido de por medio y que hay intereses políticos en una contienda que, en realidad, resulta artificial. No dudo de que no haya razones falsas o espurias en alguna de las partes, o en todas, pero lo que sí es cierto es que esta situación no puede seguir así por más tiempo, que el tren estaba mal hasta ahora, pero es que de unos meses para acá se nos cae a cachos.

Los tiempos han mejorado para todos menos para los de siempre y quien sale fuera, que afortunadamente ya somos casi todos, puede ver lo que tienen por ahí y compararlo con lo que desgraciadamente tenemos por aquí. Echamos el resto por el AVE dado que nos tocó la lotería en aquella famosa cumbre hispanolusa de Figueira da Foz de 2003 cuando España y Portugal pactaron la alta velocidad ibérica, pero 14 años después seguimos con el AVE en obras (y veremos para cuándo) y con el tren convencional hecho unos zorros.

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